Francia y la monarquía absoluta
A fines del siglo XVI y el XVIII, varios
países europeos adhirieron a la monarquía absoluta como forma de gobierno. Este
sistema de gobierno daba la capacidad de tomar decisiones de gobierno y en la
creencia de que esa soberanía se encaraba en la figura del monarca. Los
defensores del absolutismo se apoyaban en la teoría del origen divino de la
monarquía, y sostenían, lo cual, que toda autoridad procedía de Dios y era Él
quien elegía a los reyes para gobernar el pueblo en su nombre.
Los monarcas consideraban que no debían
rendir cuentas de sus actos más que a Dios debido a que actuaban apoyados en el
derecho divino. Los reyes eran la fuente suprema del poder en sus Estados y,
por lo tanto, la autoridad indiscutible a quien todos los súbditos debían
obedecer: podían dictar leyes, decretar impuestos, administrar justicia,
controlar todo el sistema administrativo del Estado y manejar la política
exterior sin ninguna restricción.
Esta ideología fue respaldada por sectores
del clero y por pensadores o filósofos denominados teóricos del absolutismo.
Entre ellos se destaca el teólogo francés Jacques Bossuet el cual en su libro
llamado La Política extraída de las verdaderas palabras de las Sagradas
Escrituras, sostenía que Dios designó a los reyes para reinar sobre los pueblos
del mundo. Por otro lado, el filósofo francés Jean Bodin (1530-1596) escribió
un libro titulado Los seis libros de la República, donde desarrollaba la teoría
de la soberanía. Con otro justificativo, pero legitimando también el poder del
rey, sostenía que era el pueblo el que le entregaba al rey el poder absoluto y
a partir de ese momento el monarca se convertía para siempre en el soberano.
El Estado absolutista en Francia se afianzó
con los sucesivos reinados de Enrique IV, Luís XIII y Luís XIV, de la dinastía
de los Borbones.
En el año 1610, Luis XIII fue proclamado
rey de Francia, pero quien realmente gobernó fue su primer ministro, el
cardenal Richelieu. Este hábil político llevó adelante una política orientada a
fortalecer la monarquía e impulsar el predominio de Francia en el continente.
Por ejemplo, limitó las concesiones dadas a los hugonotes en el Edicto de
Nantes, que otorgaba libertad religiosa, política y militar. Además, estableció
una verdadera red de espionaje con el fin de descubrir complots y aplastar las
conspiraciones. También, llevó adelante reformas administrativas y nombró a
oficiales reales (intendentes), quienes recorrían las provincias para hacer
cumplir las órdenes del gobierno central.
Por otro lado, impulsó la participación de
Francia en la Guerra de los Treinta Años, que comenzó en 1618 cuando los
emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico, los Habsburgo, católicos,
atacaron a los principados protestantes. Entonces, Dinamarca, Holanda,
Inglaterra, Francia y luego Suecia apoyaron a los príncipes rebeldes. Aunque
Francia finalizó la guerra convertida en una potencia, el largo conflicto
significó altos costos materiales y en vida. Además, el estado de corrupción
generalizada llevó a Francia a una crítica situación financiera.
Tras la muerte de Luis XIII, en 1643, su
hijo de cuatro años (Luis XIV), asumió el trono. Esta situación requirió un
regente y de inmediato surgió la figura del cardenal Julio Mazarino. Durante su
administración se produjo una importante revuelta conocida como La Fronda,
organizada por muchos nobles y que contó con la participación de diversos
sectores sociales y políticos, disconformes con las políticas de Mazarino y la
presión tributaria. Sin embargo, Mazarino consiguió derrotarlos al aprovechar
las disidencias que existían en el grupo. La monarquía resultó fortalecida.
Luego de la muerte del cardenal Mazarino
(1661), Luis XIV se hizo cargo de los destinos de Francia. Apoyado por su
victoria sobre la nobleza, Luis XIV mostró una férrea determinación para
imponer su autoridad absoluta. Sin embargo, el monarca debió emprender una
ardua tarea política, ya que Francia poseía un sistema de autoridades
superpuestas: las provincias tenían sus propias cortes regionales y sus propios
códigos de leyes. Además, un sector de la nobleza aún ejercía autoridad
política y contaba con privilegios especiales. Por lo tanto, el rey debió
reestructurar el sistema político. Por ejemplo, excluyó a los miembros de la
alta nobleza del Consejo Real (órgano administrativo del gobierno), abolió las
cortes judiciales (también llamados parlamentos) y nombró a ministros y
secretarios que le garantizaran obediencia. Estos últimos, conocidos como
nobleza de toga, eran frecuentemente burgueses ricos que compraban sus cargos
para obtener beneficios económicos y reconocimiento social.
Como monarca absoluto, Luis XIV tomó decisiones en múltiples áreas del gobierno. En materia religiosa, el rey era intolerante y creía en el lema: un rey, una ley, una fe, por lo tanto, en 1668 promulgó el Edicto de Fontainebleau con la intención de destruir las Iglesias hugonotas y clausurar las escuelas protestantes. Esta medida motivó que casi unos 200.000 protestantes abandonaran Francia y pidieran asilo en Inglaterra, Holanda y los Estados alemanes.
A su vez, impuso en toda Francia un mismo
código civil y comercial denominado Código de Luis. Así, robusteció su
autoridad centralizando el poder en materia de política exterior e interior,
finanzas, asuntos religiosos y administración de justicia. Por otro lado, Luis
XIV se rodeó de una majestuosa corte que rápidamente se convirtió en un modelo
para las otras monarquías europeas. En este sentido, el filósofo Voltaire llamó
a este período la Época de Luis XIV.